Los festivales de cine nacen con el deseo, confesado o no, de convertir al menos durante una semana la ciudad que los cobija en una pequeña capital del cine. Pero hoy en día su papel es sobre todo el de permitir que sobreviva el cine de creación.
El Festival Internacional de Las Palmas de Gran Canaria surgió en el 2000, al nacer el siglo, y si de algo puede presumir es de haber acertado ante el reto que se le presentaba.
Lo que entonces parecía, en nuestro país, extraño o marginal, ahora forma parte de la mejor cultura fílmica del presente, que se basa en la trasgresión de toda frontera (entre lo narrativo y lo experimental, entre el Norte y el Sur, entre oriente y Occidente, entre la imagen y la palabra, entre la ficción y la no-ficción), y que, sobre todo, imagina un público formado por espectadores libres y activos.
De la necesidad de compartir con ellos ese «cine secreto», ha surgido lo mejor que se podía esperar: una renovada confianza en el futuro de un arte que hemos enterrado ya demasiadas veces…